Nota aclaratoria: Todos los textos y dibujos publicados en este espacio son creados por la imaginación aturdida de la autora. Todo es ficción. Cualquier parecido con la realidad...


lunes, 9 de julio de 2018

Mi gigoló

Yo tengo algo que mucha gente no tiene. Tengo algo lindo y entretenido. Pero he nacido y crecido en un mundo donde las normas están ya bien cimentadas y tengo estrictas reglas sociales presionando mi cerebro como gusanos viscosos y palpitantes en función reguladora de mi comportamiento. No importa si a mí algo me hace feliz o no, lo importante es que la sociedad esté contenta con mi desarrollo, y mi desarrollo no depende de una sonrisa en mi cara. Sobre todo porque nací mujercita y la lista de prohibiciones que dominan mi vida es tan larga y difícil de descifrar como las catorce tablas explicativas de los sumerios contando el inicio anunnaki de la humanidad. Me gusta más la sabiduría romana, esta gente vivía el amor y el sexo como un regalo de los dioses y tenían que practicarlos al máximo. “Vino, sexo y termas arruinan nuestros cuerpos, pero son la sal de la vida”.
Yo me compro de vez en cuando un placer lindo y extendido porque, aunque todas las tardes prenda un incienso para mantener mi contacto con el mundo místico, la felicidad en las grandes capitales siempre fue y será una cuestión de dinero. Osea, tú te compras algo que le producirá placer y dicha a tu corazón: te compras un chocolate, una pizza, un boleto de avión a Cancún, un carro, te compras ropa, te compras pastillas para la depresión. Algunas personas tienen además cosas que eligen para sentirse acompañadas y felices, no pagan por ellas pero las obtienen con cierto nivel de sacrificio: un novio, por ejemplo, un perro, una familia, un grupo de amigos, un equipo de trabajo. Yo, después de muchos años probando todas las anteriores he elegido algo más práctico y menos común: yo tengo un gigoló.
Se llama Marco (eso dice él), no sé si será verdad por eso casi nunca lo llamo por su nombre, no quiero sentirme estúpida reincidiendo en un error tan ridículo, es más, creo que nunca lo he llamado así. Con él además, soy una mujer poderosa, le prohíbo y ordeno cosas, siempre dulcemente, claro. Me siento como una Sultana benevolente manejando un imperio y el cuarto azul que alquilo en la avenida Salaverry es el equivalente al nuevo Imperio Otomano. Pero la diferencia de esta pacífica conquista con aquellas otras batallas sanguinarias es que aquí adentro existe un profundo sentido de justicia. Todo se paga y se retribuye. Con  la misma moneda yo te lo pagaré, amenazan Los iracundos en una oda a la venganza, pero en este caso el bien se paga con bien, y a mí sí me gusta que me paguen con la misma moneda.
Yo le tengo cariño a mi gigoló porque siempre acepta hacer todo lo que me hace feliz. Poca gente te da ese disfrute, poca gente te deja soltar el animal encerrado que te estira la piel desde adentro.
Mi gigoló me besa, me hace reír, me abraza, me dice que soy hermosa, me pone contenta, luego coge su dinero y se va dándome un beso en la frente. No tengo que alimentarlo porque nunca acepta que le prepare algo de comer, nunca tengo que acompañarlo a ninguna parte, nunca tengo que mentirle o analizar las consecuencias de su vida en la mía. 
Yo tengo algo lindo y poderoso, algo que me distrae mágicamente y me llena de energía para enfrentarme a todo lo desfavorable que la vida tiene para mí allá afuera. 
Anoche, en un ataque de ansiedad, me prometí borrar su teléfono porque eventualmente las personas se enterarán y empezarán a juzgarme, pero luego tomé dos ansiolíticos y cambié de opinión. No voy a perder nada que no quiera perder. 
"Si te vas la sal deja de estar salada y ya no sirve, así que se la tira a la calle y la gente la pisotea."



martes, 20 de febrero de 2018

Un perro dálmata

La primera vez que lo vi estaba muy serio hablando con una chica en la universidad.
Yo entré porque me habían avisado que había un chico guapo en la cafetería. Fue curiosidad, sí, pero sobre todo fue presión social. Entré caminando de frente y luego giré la cabeza disimuladamente hacia donde estaban ellos (así, despacito, nadie me ve...) pero justo en ese momento él levantó la cara y me vio. Ya, qué importa, igual no sabe quien soy y nunca más me va a ver, así que lo miré conchudamente  por unos segundos y luego me compré una galleta de quinua.

Cuando salí mis amigas estaban afuera. Participé del cuchicheo sobre su belleza varonil y me largué rápido porque no me interesaba mucho apreciar/conocer la vida de una persona que no apreciaba/conocía la mía.

En ese instante no tenía idea de que semanas después ese sujeto iba a ser mi compañero de clases y luego un buen amigo con el que saldría todos los días en los breaks a comprar cigarrillos y chupachups de fresa.

Meses después salimos a celebrar el fin de ciclo con varios amigos y terminamos en su casa escuchando los primeros éxitos de Ricky Martin y comiendo las sobras de un piqueo snack. Luego hicimos el amor muchas horas y nos enamoramos.

Y bueno, nada, como hoy es 14 de febrero (ah no, ya es 20) quise contar la historia de cómo hace 12 años me convertí temporalmente en la novia del chico guapo que llegó un día a matricularse a la universidad y que ahora vive en París con una mujer de tetas enormes y un perro dálmata.