Es la primera vez que me pasa.
Mis relaciones siempre han terminado con un “vete a la mierda, no quiero saber de ti nunca más”.
Y fin, todos lejos y felices.
Pero contigo no pude liberar al demonio en mí y me quedé callada. Ese fue mi jodido error.
Basándote en esa reacción has decidido creer que soy uno de los mejores humanos del mundo y te has quedado. ¡Qué bien! ahora somos amigos, y el hecho de haber pasado dos meses juntos, durmiendo calatos, hace que me tengas toda la confianza del universo.
Y ahí estás, contándome los nuevos problemas amorosos que aquejan tu vida y nublan tu tranquilidad. Es que tu nueva chica es, según tú, una inmadura egocéntrica, pero la quieres y ¿qué puedes hacer?. Me pides consejos y yo, estoicamente, he optado por seguirte la corriente y ser lo que quieres que sea. Entonces te respondo, te ayudo con la crisis, te suelto palabras alentadoras haciendo gala de mis genes de psicóloga en una madrugada cualquiera, y me admiras porque: cuánta madurez hay en mí.
Quiero gritar. Quiero (como toda chibola) eliminarte del feisbuk, borrar tu número de mi agenda, quiero chaparme al vecino en tu cara y preguntarte cómo te atreves siquiera a creer que tú y yo podemos seguir siendo amigos después de que preferiste estar con otra a estar conmigo. ¡¿Qué eres?! ¡¿un demente?!
Pero ya no puedo retroceder. Me doy cuenta de que, sin querer, me has convencido de algunas cosas. Así que inhalo, exhalo y respondo con un efervescente “holaaaa” tu último saludo en el whatsapp.
Sí, carajo, soy especial. Soy el mejor ser humano del mundo.
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