Él está relajado, pide algo de comer, se sirve lentamente un poco de cerveza. Me mira a veces y sonríe, responde con monosílabos. Está concentrado en su comida, los hombres siempre son así cuando tienen hambre.
Cuando termina de comer yo ya he bebido cuatro vasos llenos y las manos han dejado de sudarme. ¿Se habrá dado cuenta de que estoy nerviosa? Creo que voy bien. Siento que esta noche tendré buena suerte.
Ahora empezamos a conversar. Ya estoy más suelta, mas relajada. Hago chistes estúpidos sobre mí misma y las cosas que me pasaban de chibola cuando salía a beber con mis amigos de la academia. Él se ríe y también me cuenta anécdotas parecidas. Luego nos vamos dando cuenta de que frecuentábamos los mismos bares, que la hemos cagado de formas idénticas y que pensamos igual sobre los conflictos amorosos y amicales.
Hay química. Si esta noche no terminamos tirando es porque algún cometa se desvió de su ruta y cagó mi destino, pienso.
Han pasado un par de horas. Brindamos por no sé qué y respiramos un poco porque recién hemos dejado de reírnos de una anécdota graciosa sobre uno de sus amigos del trabajo. El viejo ritual de recordar las humillaciones de otros para llenar los vacíos de sobremesa se acaba. Nos quedamos en silencio y él se amarra el pelo. Le digo que cuando lo deja suelto me gusta más, entonces él sonríe y lo vuelve a soltar.
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