Tengo
la mala costumbre de imaginarme el cuerpo de las personas descomponiéndose
dentro de la madera avejentada y tétrica de un ataúd.
Tengo el hábito, desde niña, de imaginar el rostro de la gente desencajado, alterado por el terror.
Dibujo lágrimas imaginarias en sus ojos, escucho sus gritos, puedo ver
más allá. Atravieso sus pieles y siento el palpitar acelerado de miles
de corazones que se rehúsan a dejarse vencer por la fiebre.
Los imagino sangrando, vencidos por el dolor y la miseria.
Hoy ha venido un muchacho nuevo a traer el delivery a la oficina.
Abro la puerta y lo observo. Entonces, sin poder evitarlo, lentamente voy deformando sus
facciones, arrancando su piel, despedazando su interior hasta dejar en
el suelo una masa granate brillante que se confunde con la alfombra y
avanza lentamente invadiendo superficies.
Sonrío.
Recibo las diez cajas de Tallarines a la Bolognesa y le doy las gracias. Él también sonríe y me agradece antes de
perderse en el infierno repulsivo de esta ciudad macabra que,
felizmente, aún no me quita el hambre.
1 comentario:
Chapeau
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