Son las once. Tú estás en tu casa con una pijama secreta. Raquel duerme y yo leo. Me pongo reflexivo. Estiro el brazo para coger la taza de café y rompo un espejo irresponsablemente olvidado en la mesa de noche. Hago añicos todos los buenos presagios puestos en mi matrimonio.
Estoy lleno de recuerdos y datos imprecisos. En las noches me da por acordarme y no quisiera no batallar solo. Quisiera compartir algunas de mis memorias contigo y saber tu valoración de las mismas. Por tu carácter, sé que sabrías aportarme objetividad. Sobre todo en momentos como este, en los que no llego a ninguna conclusión lógica porque no puedo dejar de pensar en tu pijama secreta. Soy muy curioso. Soy un adicto a las pijamas de mujer en verano. Y al rivotril. Pero eso ya lo sabes, es cuento viejo. Tu interés en esa información en una escala del 1 al 10, probablemente sea de 2. Siendo generosos.
Esas cosas te aburren porque, en realidad, no te caigo tan bien, solo me soportas.
A esta hora ves películas, tratas de hacer yoga o fumas un cigarro en la ventana de tu cuarto, pero nunca, bajo ninguna suplica, te tomas una foto para mí. Me dejas todo el tiempo imaginándote la postura, la sonrisa. Y bueno, también la ropa interior.
Me escapo del cuarto y pongo el disco de Sweet Smoke que me regalaste. Te imagino ahora china, muy china, bailando y sonriendo con tus dientes grandes.
Te escribo preguntándote si puedes hablar un rato y me respondes que estás caminando por la calle y que podrías tropezar. Te digo que es la choteada más rara que me han dado en toda la vida y por ende la más humillante. No respondes, solo te ríes como de costumbre con excesiva amabilidad.
Creo que me soportas mejor cuando no tienes nada que hacer y estás en casa, en pijama y despeinada. Pero tu mejor humor para hablar conmigo siempre es bien temprano, cuando sales de la ducha y te estás alistando para ir a trabajar. Así, en calata mood, nunca me has rechazado.